miércoles, 13 de julio de 2016

La dislocación de soberanía: una camisa de fuerza para las alternativas en Europa

Os dejo aquí la segunda parte del artículo de ayer, originalmente publicado en el Periódico Diagonal, escrito junto a Lluís Camprubí.

Desde que en 2008 pinchara la burbuja de las hipotecas subprime en EEUU, la economía global parece empantanarse en la estagnación secular, a pesar de los billones que el sector público ha inyectado en 'los mercados' (ya vamos por más del 10% de PIB). En Europa, a esta situación de estancamiento se le suma la especificidad de tener una unión monetaria incompleta y disfuncional. Gobernada por una Alemania reticente a mancomunar capacidades, recursos y riesgos económico-financiero, y con una Francia hasta ahora no dispuesta a transferir soberanía política a un espacio comunitario. Ambos gobiernos parecen más preocupados en que sea el otro el que dé el primer paso que en poner las bases para el bienestar compartido en el que debería fundamentarse el proyecto europeo. Este contexto condiciona de manera muy severa las posibilidades de cambiar las políticas económicas desde gobiernos de la periferia, precisamente cuando están al alcance de proyectos emancipadores como Syriza o puedan ser participados por acuerdos con Podemos y confluencias.
Pero los conflictos políticos e institucionales no surgen del azar ni responden al capricho de algunos dirigentes. Las relaciones económicas y políticas entre los países de la Unión Europea no se pueden entender sin las bases materiales que las sustentan. La globalización ha comportado un agrandamiento del ámbito económico más allá de los ámbitos políticos, reforzando así sus interdependencias. Además, la división continental de la producción y el trabajo nos hace tanto económica como políticamente dependientes de Europa más allá de las estructuras institucionales que nos regulan. Dentro de la entidad económica de la UE, la estructura productiva de los Estados determina su posición geopolítica y sus posibilidades reales de soberanía. Las economías nacionales no son independientes –tampoco monetariamente- aunque tengan un Banco Central que emita su propia moneda.
El resultado institucional de estas mutaciones, hasta la fecha, ha sido transferir soberanía a centros de decisión intergubernamentales y/o tecnocráticos de dudosa legitimidad y a la vez habilitar espacios para su disputa entre Estados Miembros. Mientras tanto, en este contexto deconstituyente, las clases populares nos situamos en la dicotomía entre la voluntad de retener soberanía y la incapacidad de controlar de manera soberana la economía desde un espacio reducido. Como ha teorizado el economista Dani Rodrik, la Unión Económica y Monetaria (UEM) se encuentra atrapada en la imposibilidad de combinar integración económica con competencias políticas y fiscales descentralizadas y que esto conlleve políticas redistributivas que permitan un progreso compartido. La competencia a la baja que suponen las fronteras políticas dentro de la economía globalizada dificulta además la creación de espacios de solidaridad popularque trasciendan el ámbito del Estado-nación.
Los desequilibrios intracontinentales han tenido consecuencias dramáticas por la especificidad del diseño institucional de la Euro Zona, que padece un sovereignity mismatch, es decir, la dislocación de soberanías, el desajuste de las competencias de las instancias políticas respecto a su capacidad de regulación económica. Soberanía no es lo que un actor se reclama, es lo que otros actores supuestamente iguales te reconocen. En el caso que nos ocupa es la capacidad efectiva de domesticar las fuerzas económicas y financieras.
Hagamos un breve repaso: la libre circulación de capitales y el mercado interior forman parte del ámbito de la Unión Europea, mientras que la circulación de personas está establecida en otra área: Schengen. La legitimación democrática directa se da sobre todo en los Estados, con un Parlamento Europeo muy limitado en su contenido. La política fiscal (hacienda, estabilizadores automáticos y capacidad de transferencias) también se da en el Estado, pero la orientación macroeconómica se decide en el Consejo Europeo, un órgano intergubernamental. Finalmente tenemos el área monetaria: 19 Estados-miembro que comparten moneda, Banco Central, y un órgano de decisión y fiscalización nada transparente ni democrático llamado EuroGrupo. Precisamente en la Eurozona, este sovereignity mismatch es una camisa de fuerza para políticas alternativas.

Unas reglas comunes sin política común

Los 19 países de la Zona Euro comparten moneda y un grado muy alto de integración económica (con una movilidad de dinero total, no tanto de personas) y, sin embargo, la política fiscal y la deuda pública siguen siendo competencia de los Estadoscon organismos intergubernamentales actuando como policía fiscal. Una hacienda y un tesoro público comunes permitirían recaudar ganancias de la integración y redistribuirlas hacia zonas menos 'competitivas' y compartir el riesgo, actuando de estabilizadores automáticos. Pero lejos de compartir las ganancias y el riesgo, la UEM se rige por unas reglas comunes sin política común, a merced de las correlaciones de fuerza de alianzas variables de estados.
El diseño institucional para la toma de decisiones y fiscalización de la Zona Euro adolece de profundos déficits democráticos, que empeoran las configuraciones señaladas más arriba. La política macroeconómica se decide vía una especie de confederalismo tecnocrático, basado en regulaciones pero matizado por una arbitrariedad condicionada (a los intereses y criterios del gobierno de Alemania y aliados), sin legitimidad democrática directa. La asimetría en la capacidad de influencia y liderazgo de los distintos gobiernos es la característica principal en la toma de decisiones de los órganos intergubernamentales de la UE. En esta lógica de alianzas se ha hecho patente en la gestión de la crisis de la eurozona, que ha venido marcada por los intereses de los países acreedores, en una polarización dominante acreedores-deudores. En materia monetaria, el gobierno del BCE no es que sea independiente de las “presiones políticas” del interés general europeo, es que es especialmente independiente del escrutinio y control democráticos. Sin embargo, el amplio margen de discrecionalidad política que tiene en la práctica es por dónde actúa la correa de transmisión de las decisiones (y coerciones) del directorio intergubernamental.
En último lugar, la dislocación de soberanías dificulta la rendición de cuentas por parte de los gobiernos regionales, porque siempre es posible achacar los problemas a las deficiencias de las políticas de otra entidad (i.e. Bruselas) para justificar las propias. Esta situación contribuye a oscurecer el pacto tácito que existe a nivel transnacional entre las oligarquías del centro y de la periferia, ambas beneficiadas por el actual disloque y el incremento de las desigualdades.
Frente a este escenario, la aparición de discursos nacionalistas y xenófobos es real y peligrosa. Para posiciones de izquierdas, abrir la vía del repliegue no sólo es alinearse con esta lógica, sino además es renunciar a los instrumentos políticos (existentes o potenciales) para poder regular las fuerzas económicas y financieras. Como señala el economista Michel Aglietta, experto en la relación entre regulación y sistema capitalista, rechazar el marco político de la UE, por muy precario que sea, es ignorar que el espacio UE es una realidad económica irreversible con unas economías fuertemente integradas, dependientes y especializadas, haya o no dispositivos políticos a escala. El corto recorrido de las soluciones a escala nacional ha sido dramáticamente puesto en evidencia en algunos intentos de aplicar políticas económicas alternativas. La domesticación del capitalismo financiarizado es el pre-requisito para poder aplicar sostenidamente políticas económicas y sociales al servicio de la mayoría.

La batalla democrática de nuestras vidas

Ahora, muchas y variadas voces en Europa han abierto el debate y empezado a formular propuestas sobre la necesidad de cambiar la gobernanza de la UEM y de reformar los Tratados. Avanzar hacia la Unión Política, con una hacienda/tesoro común y un presupuesto suficiente, y todo ello con mecanismos de legitimación democrática directa, ha dejado de ser tabú. Forma parte de la discusión central y habrá avances significativos al respecto, con o sin participación política de las clases populares, posiblemente a partir de 2017 (después del ciclo electoral en Francia y Alemania, y del referéndum Brexit). Eso si la dinámica deconstituyente no se acelera y las fuerzas centrífugas (derivadas de las tensiones entre centro-periferia, intra-Schengen, y con las derivas autoritarias de algunos miembros del este) no consiguen redirigir la orientación hacia la desintegración gradual.
En este proceso, hay dos cuestiones clave profundamente relacionadas entre sí. Por un lado, la necesaria transferencia de soberanía a una esfera comunitaria (no intergubernamental) que permita alcanzar una dimensión política suficiente para el control de la economía. Por otro lado, el grado de mutualización del riesgo y de capacidad fiscal y de transferencias que se alcance y si este permita desarrollar un Estado Europeo garante de derechos sociales y democráticos. La dialéctica entre ambas cuestiones y las disyuntivas que plantean a los distintos sectores, actores y Estados son lo que definirán la nueva arquitectura institucional. Correlación de fuerzas y debilidades mediante.
El resultado no está escrito, pero en un contexto de hegemonía neoliberal y de dinámica de conflicto y competición entre Estados, las posibilidades de regresión y/o de consolidación postdemocrática son altas. Es imprescindible evitar que una mayor integración política derive en una profundización del intergubernamentalismo tecnocrático, o en una dinámica de tres velocidades en la UE (núcleo decisor EZ, usuarios pasivos del euro, resto de países de la UE). Las voces que más se oyen de Alemania pretenden que la nueva gobernanza empiece simplemente con un órgano centralizado que fiscalice la disciplina presupuestaria de los Estados bajo el discurso tramposo de “primero disciplina fiscal, después ya veremos". El “más Europa” a secas no vale si no se confrontan también estas amenazas.
Las clases populares siempre hemos ido un paso por detrás en poder conseguir un marco institucional que nos permita –con efectividad - gobernar las fuerzas productivas (a este reto ahora se suma domesticar al capital improductivo). Nuevamente, nos vemos desplazados un proceso político clave para nuestras vidas, en el que o adoptamos un protagonismo ahora no previsible o nos veremos relegadas a un rol subalterno y reactivo. Las personas preocupadas por la impotencia democrática y las alternativas políticas menguantes debemos situar el interés y la acción constituyente a escala europea. Hay que plantear la necesidad de reformar los  tratados a fondo. Articular nuestra propuesta, pensar cómo intervenimos y definir las alianzas debería ocupar buena parte de nuestra inteligencia colectiva, en lo que es sin duda el proceso constituyente que definirá nuestras vidas.
Las muestras de solidaridad que proliferaron en Europa ante el chantaje del Eurogrupo a Grecia, las marchas indignadas con destino a Bruselas en Octubre de 2015, o los debates entorno a la presentación de DiEM25 y el Plan B para Europa, permiten vislumbrar las primeras trazas de la construcción de un demos europeo. Es urgente acelerar la europeización del debate nacional y bajar al nivel nacional la discusión de 'Bruselas', construyendo posiciones y resistencias frente a los movimientos de las élites. Luchar por una unión política legitimada democráticamente a escala comunitaria y con capacidad de gasto amplia, que permita llevar a cabo orientaciones socioeconómicas alternativas. Sin un marco que las haga posible, el actual disloque de áreas de soberanía sigue imponiendo el "There is No Alternative".
La conclusión es que los proyectos de transformación tienen por delante un reto mayúsculo: si bien es cierto que por su diseño institucional y por la obsesión austeritaria de la hegemonía neoliberal, la UE es un territorio hostil para los gobiernos de izquierdas, también lo es que una salida de la UE no significa la recuperación de la soberanía económica, ni un cambio respecto a una posición de periferia geopolítica. Ganarle Europa al capital es una misión difícil, pero recluirnos a la pequeña realidad del Estado-nación nos separa del resto de clases populares europeas y nos sitúa en una subalternidad (geo)política aún más vulnerable. Esta fase deconstituyente europea es nuestra oportunidad de retomar el pulso de la historia en la construcción de la UE, para democratizar sus instituciones y ponerlas al servicio de la mayoría.

martes, 12 de julio de 2016

Soberanía en un mundo globalizado

Hola!
Tengo el blog un poco abandonado pero no he dejado de escribir!

Os comparto aquí un artículo publicado originalmente el Periódico Diagonal con Lluís Camprubí.

A menudo, cuando se debate sobre economía internacional y se reivindica el concepto de soberanía, se ignora que las asimetrías en las características productivas e institucionales condicionan las capacidades de actuación política de los Estados. En las últimas décadas, la globalización del capital y los procesos de integración económica y financiera han incrementado las interdependencias entre las economías, los desequilibrios entre ellas y la inestabilidad.
Sólo a escala transnacional se puede alcanzar el contrapoder político necesario para domesticar el capital y producir redistribuciones significativas que cierren la profundas divergencias en el bienestar de las distintas partes del mundo.
Y es que las relaciones económicas y políticas entre los países no se pueden entender sin las bases materiales que las sustentan. En la década de los 90, la crisis de la deudaen los países del Sur global puso de manifiesto que uno de sus problemas era su especialización en la producción de materias primas, que perdían valor respecto a los productos manufacturados en los mercados internacionales.
Esta especialización en materias primas es una consecuencia histórica de la colonización, que configuró durante siglos una organización productiva en las colonias basada en la extracción y la exportación rápida y barata. La independencia legal de las colonias no conllevó, en consecuencia, su independencia política o económica.
Esta división internacional de la producción y el trabajo tiene su especificidad europea. Un motor industrial y financiero, Alemania, exporta tanto bienes de consumo como crédito para consumirlos, a una periferia, Sur o el Este de Europa, con economías desindustrializadas, especializadas en salarios bajos, con excesiva dependencia de la construcción y el turismo (sectores de bajo valor añadido) y con un peso muy grande de la alimentación en sus exportaciones. No es casual que Alemania detente el poder sobre las políticas europeas: es la estructura productiva la que determina en gran medida la posición geopolítica de un país y margen real de soberanía.
La integración europea ha intensificado esta dualidad productiva, pero la estructura subyace, y una hipotética desaparición de las instituciones europeas, como por ejemplo, la moneda común, no supondría una liberación frente a estas interdependencias. Las economías nacionales no son independientes aunque tengan un Banco Central que emita su propia moneda.
No se tiene soberanía monetaria si la deuda pública está mayoritariamente denominada en otra divisa, si la economía depende en gran medida de la exportación de un producto denominado en otra divisa, o si la moneda está fijada a otra sin controles de capital.
La globalización ha supuesto una integración económica sin precedentes mediante la desaparición de aranceles y barreras al comercio, y la armonización de (des)regulaciones. La liberalización del comercio y de la movilidad del capital ha provocado un agrandamiento del ámbito económico mucho más allá de los ámbitos políticos.
El sociólogo Zygmunt Bauman habla de un divorcio entre el poder (la capacidad de hacer cosas) y la política (la capacidad de decidir qué cosas se deben hacer). En el siglo XXI, la economía globalizada se le ha quedado grande a la capacidad política de los Estados-nación, reforzando así sus interdependencias.
Por otro lado, las instituciones creadas ad hoc para supervisar la economía globalizada han trascendido a las instituciones nacionales de manera no democrática. Un proceso propiciado por las élites a lo largo del globo, que a cambio de ceder soberanía a órganos de dudosa legitimidad han conseguido desmantelar progresivamente la intervención pública sobre su actividad económica. En Europa tenemos bien presente a la Troika, encargada de supervisar las finanzas públicas de los Estados rescatados, pasando por encima de la voluntad de su ciudadanía. Pero en su momento, los países africanos o latinoamericanos, con sus instituciones y monedas propias, sufrieron el mismo proceso.
La principal consecuencia de esta globalización no democrática es una divergencia creciente entre economías y un aumento de la desigualdad dentro de las mismas. En un mercado global con regulaciones regionales, el capital ha podido chantajear a gobiernos y sindicatos para reducir impuestos y salarios ante la amenaza de deslocalización. Para atraer inversiones, los países periféricos se han lanzado a una competencia por la vía de la devaluación interna, mientras las grandes empresas han contado cada vez con un mayor margen de beneficios por la depresión salarial, la baja presión fiscal y la escasa regulación pública.
La pérdida de poder adquisitivo de la mayoría trabajadora siempre conlleva, a medio plazo, un estancamiento de la demanda y una pérdida de rentabilidad: una crisis de sobreproducción. Lo que la ha convertido en Gran Recesión es que esta vez, a la contradicción fundamental del capitalismo, se le ha sumado la grasa ignífuga de una burbuja financiera, que nos ha llevado a una trampa de liquidez. En los 90, la sucesiva desregulación financiera pospuso la debacle de la economía real, permitiendo, durante los primeros años del milenio, la convivencia entre crecimiento de la demanda (a base de deuda) con una redistribución de los beneficios hacia las rentas más altas.
El crédito pudo generar durante un tiempo una cierta ilusión de convergencia económica, pero los desequilibrios económicos provocados por desigualdad y las asimetrías productivas no pueden expandirse de manera permanente. Si los márgenes empresariales crecen deprimiendo los salarios, a medio plazo la demanda de consumo no se podrá sostener. Y si el exceso de beneficios en los centros económicos como Alemania no se redistribuyen, para que quienes consumen sus productos tengan la capacidad adquisitiva de hacerlo, la movilización de ese dinero acaba por ser especulativa, haciendo proliferar burbujas y un endeudamiento esclavizador respecto a los acreedores cuando las burbujas pinchan.
Con este marco en mente cabe enfocar el debate sobre la integración europea. Es cierto que la implantación de un mercado y una moneda comunes han exacerbado los desequilibrios comerciales y financieros. Sin embargo, el problema no es que la UE sea una entidad económica integrada, sino la ausencia de mecanismos de estabilización y redistribución para reciclar sus desequilibrios y cerrar sus asimetrías. A pesar del grado muy alto de integración económica, en la Eurozona la política fiscal y la deuda pública siguen siendo competencia de los Estados; y como señalábamos más arriba, el margen de los Estados para ejercer esa soberanía es escaso. El diseño de la UE favorece las competencias regionales, dificultando la cristalización del interés colectivo.
En otras palabras, la UE carece de una unión fiscal y de transferencias. Por un lado, requiere una hacienda común que permita armonizar los impuestos, evitando el dumping fiscal, y que redistribuya las ganancias de la integración hacia zonas menos “competitivas”, financiando su desarrollo.
Si no existen transferencias que reciclen los superávit comerciales, los países deficitarios aumentan perpetuamente su deuda con los primeros, aumentando la brecha de las desigualdades, y creando inestabilidad. Las políticas de austeridad, que se han impuesto como respuesta a la crisis, se reclaman con la narrativa de evitar situaciones de endeudamiento excesivo, ignorando que los Estados y los hogares ya están altamente endeudados, y que la devaluación interna a la que obliga el marco de austeridad reduce la capacidad de devolver las deudas y profundiza en la recesión.
Por otro lado, es necesario un tesoro común, que permita compartir el riesgo y armonizar los costes de financiación de la deuda. La incapacidad del BCE para actuar como prestamista de última instancia (garantizar liquidez a los bancos frente a una pérdida masiva de activos) pone bajo presión los sistemas fiscales de los Estados ante bancarrotas de sus bancos, que han asumido el agujero financiero a costa de alcanzar unos niveles de deuda pública muy elevados.
Recientemente, un informe del BCE ha calculado que desde 2008, la riqueza per cápita en Alemania ha aumentado en 33.000 euros mientras que en España ha disminuido 13.000, sólo vía el diferencial en las primas de riesgo. Además, responde a un sólo objetivo –el control de la inflación–, a diferencia de otros bancos centrales con mandatos adicionales, como promover el pleno empleo. En este contexto, las fronteras dentro de la Zona Euro actúan de manera efectiva como factores de inestabilidad,que plantean una disyuntiva difícilmente evitable entre apostar por la devaluación interna (competencia a la baja) o arriesgarse a la vulnerabilidad financiera (corralito).
Frente a este escenario, la tentación de repliegue nacional es tan grande como peligrosa, y en la UE empieza a ser preocupante, con partidos ultra-nacionalistas y xenófobos como el Front National en Francia, la UKIP en Reino Unido, o los True Finns, que ostentan ministerios en el gobierno finlandés.
Es fundamental rechazar los discursos nacionalistas de las oligarquías locales, que inventan un enemigo exterior para esconder su subordinación al poder económico y financiero. La idea de interés nacional monolítico, homogéneo, oculta que en las sociedades existen clases sociales con intereses contrapuestos, que las dinámicas político-económicas actuales generan ganadores y perdedores en cada territorio.
Sólo una alianza transnacional de las clases trabajadoras europeas, que huya de narrativas nacionalistas y que permita articular aspiraciones alternativas podrá generar las condiciones para contrarrestar el capitalismo financiarizado y darle un vuelco a la Europa del capital. Debemos hacer de Europa un espacio de convivencia que gestione sus interdependencias desde la solidaridad, el respeto y el interés colectivo.
Viendo cómo se configura el panorama mundial post-Gran Depresión, con escaladas militaristas y una crisis climática que asoma en el horizonte, es necesario que Europa se constituya como polaridad alternativa, que no subyugue a otros territorios ni esté subyugada a intereses ajenos. Una Europa que garantice y abandere los derechos humanos, sociales, democráticos y ambientales, y que haga de contrapeso a las tensiones mundiales crecientes, de consecuencias inciertas y peligrosas.